El texto fue tomado de La Vanguardia: http://www.lavanguardia.es/lv24h/20070704/51369554961.html
China no debería ser comparada con sociedades ideales y sin historia.
En el debate sobre la "quinta modernización" de China, la de lo político, suele haber dos vías clásicas que uno encuentra por igual en textos académicos y conversaciones de café. La primera es la concepción de China como país "en transición". Se trata de la idea de que China se encuentra en un movimiento inexorable, vinculado a una lógica universal de toda sociedad moderna, que conduce hacia una "democracia de mercado". En esa transición, China ya ha superado el "comunismo" y sigue cambiando. La pregunta es, ¿cuándo va a convertirse en un país "normal" del todo, como los nuestros en Occidente?.
La segunda vía concibe China como algo eterno, inalterable y milenarista. Un Ovni incomprensible que, por razones culturales, no puede ser un país "normal". La conclusión de que "China siempre fue así", o que los chinos, "siempre inventaron algo distinto", forma parte de ella. China no sólo no está sujeta a ninguna "lógica universal" en materia de modernización, sino que es imposible compararla con otros países.
La solución a este aparente dilema es comprender, en primer lugar, que todos los hombres (civilizaciones) son iguales y, al mismo tiempo, que todos somos incomparables, únicos y específicos en diversos grados. En segundo lugar, que aunque todos vivamos en el mismo espacio, un mismo planeta, nuestros tiempos, las historias y momentos que contiene nuestro mundo presente, son diferentes. De eso se desprende algo muy banal: para comprender al mundo en desarrollo, a las sociedades tradicionales, etc., hay que tener memoria. El amnésico de su propio pasado, el ignorante que vive en un presente absoluto (y absolutista), nunca entenderá el presente del otro que vive en nuestro pasado.
Hemos olvidado que nuestra democracia fue resultado de un largo y doloroso proceso histórico; de todo un rosario de masacres populares, golpes, revoluciones e involuciones, con reyes decapitados, restauraciones y con interminables guerras, civiles, nacionales e imperiales. ¿Y todo ello para alcanzar qué?. Etimológicamente "democracia" significa "poder popular", pero para los padres de la democracia occidental, significaba bien otra cosa; una cierta participación con garantías de que el pueblo ignorante no se inmiscuyera en las decisiones fundamentales, que debían quedar a cargo de una minoría. Esa es nuestra democracia, la de Bush y la de Putin. En su último libro (Unbearable Cost, 2006), James K. Galbraith habla de "democracia empresarial", es decir; un gobierno basado en el modelo de la empresa, con un consejo de directores, una administración permanente y un aparato técnico (tecnoestructura) éste ultimo a cargo del "clima de negocios". En el Consejo y la tecnoestructura está presente un departamento de relaciones publicas (los medios de comunicación) sin un particular apego a la verdad. De vez en cuando hay elecciones, pero la administración consigue que el Consejo no las pierda nunca.
Todo eso no quiere decir ni que nuestra democracia sea "mala", ni que todas las democracias occidentales sean "iguales". Lo que quiere decir es que estamos muy lejos de ese "poder del pueblo" y de los cuentos de hadas plasmados en nuestras constituciones desde los cuales aleccionamos a los chinos. En realidad les aleccionamos –y así ellos lo perciben- desde la democracia de nuestro presente absoluto; compatible con el imperio -con la masacre de 655.000 iraquíes desde la invasión de 2003-, con el poder elitario, con el desarrollo desigual y el estricto control de las riendas de la economía globalizada. Por eso, la crítica a la ausencia de democracia en China difícilmente podrá ser genuina si no es situada en el marco de un debate mucho más profundo y general sobre el "poder del pueblo".
China es perfectamente comparable con otros países, especialmente con otros grandes países en desarrollo del mundo. También es comparable con nuestro pasado occidental. China también puede ser comprendida en comparación con lo que pasaba antes en China. Pero no debe ser comparada con una sociedad ideal (con economía, democracia y gobierno perfectos) y sin historia, sino con sociedades reales. Si se practica ese ejercicio, veremos que hay más diferencias de grado, de tiempo y de circunstancias históricas, que de naturaleza en su modernización.
Nadie duda de que la modernización de China tiene mucho que aprender de Occidente, pero en ese debate propuesto, lo que puede ser interesante para nosotros es preguntarnos por las virtudes chinas. Veo tres bastante actuales en el mundo de hoy; la ausencia de prejuicios religiosos y de clase, un sistema muy competitivo de capacitación y selección de cuadros que tiende a eliminar a los mediocres y promocionar a los mejores, y la concepción de que el fin y propósito de toda política es la gobernabilidad: evitar el conflicto y prevenir y anticipar crisis. De todo ello resultan; pocas trabas para la movilidad social, una clase política resultado del mérito y la experiencia, y una administración marcadamente eficaz. Nuestra propia modernización debería interesarse por ello.